El silencio cultiva la espera y en ella, rabiosos perros
notifican su llegar.
La oscura noche nos aleja de la luz y en ella sigilosos
movimientos determinan mi aproximación.
El ventanal empañado, claro signo de que afuera el frío de
la muerte anda suelta.
Miro a través de ella y una sombra hambrienta en velocidad,
cruza de un lado a otro, provocándome el peor de los escalofríos.
Cierro rápidamente la cortina, procurando que no me haya
visto.
Miro la única vela prendida y me doy motivos para no
apagarla.
Chequeo si la puerta está bloqueada, pero imagino en el
miedo que eso no necesita de cerraduras.
Miro a mi compañera, sus ojos demuestran lo que su boca no
puede pronunciar y digo casi en susurro, procurando no ser escuchada más allá
de ella.
¿Qué hacemos?
Deduje en ese mismo segundo, que ella se estaba preguntando
exactamente lo mismo y
No teníamos idea de que hacer.
Me animé nuevamente a asomarme por el ventanal, cual hoja de
papel fino podría romperse solo con un mínimo esfuerzo.
Lo que vi en ese momento, iba más allá de cualquier idea terrorífica
que pudiera imaginar.
Varias de esas sombras estaban paradas al frente de la casa,
apilados unos a otros, observándonos. Manchas negras, sin forma y a su vez con
la expresión física de cuerpos acomodados como legión de infiernos.
Los sentía observándome, pero no tenían ojos.
Extremidades bien marcadas, dibujan dedos largos de terror
que parecían hechos solo de huesos.
¿Qué debíamos hacer? ¿Quedarnos en silencio o salir?
Pero si nos quedábamos, entonces ¿Por qué estaban parados
solo al frente de esta casa? ¿Por qué a nosotras?
Muchas opciones no teníamos. La casa parecía estar congelándose
por dentro y por fuera una neblina de esas que agonizan hasta el amanecer
estaba empezando a cubrirlo todo.
Ella me miró desesperada y dijo:
-Si hay un momento para escapar de aquí ¡Este es!
Algo me decía que debía llevar luz, mucha luz.
Había tres linternas en la casa, alcohol que rápidamente convertí
en antorcha, tomando dos palos de escoba y algo de trapo.
Una vez encendidos ambos, nos miramos como diciendo “es lo
que nos queda, qué más podemos hacer…”
Abrimos la puerta y lo que esperábamos sucedió.
Uno de ellos estaba parado justo ahí. Nos empujó haciéndonos
revotar contra la pared; las antorchas quedaron encendidas una en cada lado de
la habitación.
En un parpadeo, los demás entraron rodeándonos.
El que entró primero nos dijo en un grito oscuro y
escalofriante:
“¡Son nuestras!”…
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